Todo artículo no trivial está pensado y escrito con un propósito. Es un arte de los buenos escritores el escoger las palabras en función de los diferentes matices con los que adornar un pensamiento. Llega una idea, se cuece, se madura, se plasma y se retoca hasta conseguir dotar a una sola frase de la mayor expresividad posible. Tras ello queda en el deber de los lectores sacar los entresijos de una simple sucesión de palabras, profundizar más allá de la semántica, leer entre líneas hasta obtener el jugo. Y sin embargo dicho jugo puede no ser igual al previsto por el autor. Justo ahora mi mente evoca la imagen de un huerto en el que el agricultor plantó melocotoneros y el recolector obtuvo peras. ¡Qué imagen tan irreal digna de cualquier buen sueño que se precie! Ahí radica la belleza de un escrito. El summun es que autor y lector conecten en la transmisión de sensaciones, emociones y sentimientos.
Dejo ahora de lado esta breve reflexión anterior, surgida de las cenizas de mi último escrito cual ave Fénix de la mitología, para sumergirme nuevamente en las profundas y frías, hasta el momento, aguas amorosas.
Los que me conocéis sabéis de sobra mi amor por los idiomas y por el uso en particular del lenguaje. No debe extrañaros pues que mis artículos esten motivados o en su trasfondo se halle algo tan sencillo como una frase.
En el caso que nos ocupa tenemos un elemento en la frase, la conjunción disyuntiva o que nos permite extraer un primerísimo análisis. Su presencia nos ayuda a clasificar la oración como coordinada disyuntiva, es decir, presenta dos oraciones coordinadas por ella pero con elementos que o bien se excluyen mutuamente o bien pueden ser alternativas a una misma realidad.
Una vez llegados hasta aquí debo decir que suprimí un tercer verbo de la primera parte de la frase del título original por considerar que lo recargaba demasiado. Sin embargo, es necesario ahora conocerlo para centrar el tema. Así pues la idea inicial tuvo como título: Querer poder querer o poder querer. A continuación expongo qué refieren personalmente ambas:
Querer poder quererEsta es la parte de la frase más impersonal menos dependiente de uno mismo. Si no lo ha hecho ya, cosa que no recuerdo, debería formar parte de alguna escena en el guión de una película. Uno de los actores debería pronunciar un sentido: Quiero poder quererte.
Por supuesto oculto tras tal expresión habría la tristeza de un amor no compartido.
¿Qué podría mover a uno a pronunciar una frase tan contundente?
No hace falta remarcar que engloba mucho más que el simple amor físico o erótico por el simple hecho de que uno quiere querer a una persona antes de ni tan siquiera haber gozado de ese tipo de manifestación amorosa.
Por otro lado estan las hormonas, siempre tan disponibles a actuar y nuestro cerebro como recipiente para ellas. Pequeños cambios en los niveles de sustancias como la fenilamina, dopamina u oxitocina nos trasladan de la euforia más exquisita a la depresión más aberrante y muchas veces ni tan solo somos capaces de saber qué nos ha provocado tal variación.
En tercer lugar podría estar el ver cómo cambian las personas de nuestro entorno cuando se ven tocadas por una flecha de Cupido. Generalmente lo hacen para bien, apartan el egoísmo intrínseco acumulado durante años para volverse más generosas, sacrificadas, tolerantes, etc. por lo menos durantes los primeros años antes de que la rutina y la confianza mútua hagan caer en el desuso tan nobles cualidades.
Poder quererEn ocasiones me pregunto por qué motivo se despierta el cuerpo humano tan temprano en la adolescencia. No me refiero solamente a los cambios físicos asociados a la pubertad que tal vez alguno asociaría con los enamoramientos repentinos de las compañeras de clase. Sí, es cierto, las hormonas vuelven a ser un tema recurrente. La pubertad comporta cambios en sus niveles y por ende cambiamos físicamente (no hace falta recordar qué nos pasa) y emocionalmente (ya sabemos todos acerca de la típica inestabilidad del adolescente). Entonces si solo fuera una cuestión hormonal no lograría explicar por qué niños de 6, 7 o 10 años (recuerdo incluso mis tiempos en 2º de EGB con 8-9 años y una tal Patricia) tienen sus primeros pasos en temas sentimentales aun siendo unos retacos sin signos aparentes de llevar una revolución en su interior. Algo más debe haber tras ello. Ese algo es que necesitamos querer y sentirnos queridos.
Y con eso retomo el hilo del inicio de esta segunda frase. Los sentimientos de afecto amoroso hacia otros se despiertan mucho antes de que estemos preparados para expresarlos de manera física, mental y emocional. Es más es precisamente en estos dos últimos aspectos donde más se tarda en lograr la madurez. ¿Para qué pues tanta presteza? Sólo se me ocurre una respuesta: las primeras sensaciones asociadas al amor que todos guardamos acostumbran a ser positivas, no suele ser sino hasta años más tarde cuando comenzamos a darnos cuenta de que no siempre puede haber esa correspondencia de sentimientos. Sin embargo entonces, las sensaciones positivas acumuladas en el subconsciente durante la niñez nos hacen seguir adelante, seguir manteniendo viva la llama y la esperanza de que algún día algo similar a aquello aflorará.
Una vez lograda gran parte de la madurez mental y emocional necesaria es cuando un análisis personal y exhaustivo nos servirá para darnos cuentas de que ahora sí, realmente podemos querer, es decir estamos preparados para ello, sabemos cómo hacerlo y tanto el cuerpo como la mente nos acompañan.
Esta, pese a ser la segunda parte de la oración, es la primera de las cuestiones a solucionar. Una respuesta afirmativa a ¿puedo querer? nos hace estar un paso más cerca del éxito futuro. El otro paso no depende totalmente de nosotros. Son muchos los factores externos que deben armonizarse para que nos dejen pronunciar afirmativamente la primera de las partes.
Mientras tanto solo queda exclamar: ¡Quiero poder!